Roadtrip en la Selva negra (II)

En el artículo anterior nos habíamos quedado buscando un restaurante un poco alejado del barullo, y acabamos comiendo en el restaurante de un hostal que está a un par de kilómetros del lago, el Heizmannshof. Cuando llegamos era bastante tarde y no se veía a nadie comiendo, temíamos que la cocina ya estuviese cerrada y no nos quedase más remedio que pastar por los alrededores si queríamos quitar el hambre; pero un camarero nos dijo que no había ningún problema, así que nos sentamos en la terraza mirando al Seebach —el arroyo que alimenta al lago— y comimos.

Empezamos con una tabla de embutidos de la región para compartir y después pedimos un plato para cada uno. La comida estaba bien, pero lo que más no llamó la atención fue lo grandes que eran las raciones, con lo que pedimos para 3 podrían haber comido 5. Estando en la Selva Negra era obligatorio probar la tarta Selva Negra, y cerca de donde estábamos está el Café Schnapshäusle, donde según muchos hacen la mejor, así que preferimos ir allí a tomar el postre.

El Café Schnapshäusle estaba lleno de gente comiendo tarta; o era cierto que su tarta era realmente buena o toda aquella gente eran turistas tan engañados como nosotros. Tuvimos la suerte de encontrar una mesa libre en la terraza nada más llegar, y aunque tenían tartas más apetecibles que la Selva Negra no habíamos ido hasta allí para comer miguelitos de La Roda, así que pedimos una ración de Selva Negra para cada uno.

Yo no sabía que la mayor parte del licor de cerezas que lleva la tarta se acumula en el centro, y cuando empecé a comer por ahí me supo bastante mal, pero a medida que iba comiendo trozos con menos alcohol me iba gustando más. Nunca antes había comido tarta Selva negra, así que no estoy capacitado para decir si de verdad esta es o no la mejor; pero aún así voy a decirlo: es la mejor. Y a tomar po’l culo.

El viaje de vuelta lo hicimos por otro camino. Esperábamos encontrar una de esas carreteras en la que los árboles apenas te dejan ver el cielo y nos metíamos casi por cualquier camino mínimamente prometedor, incluso en alguna ocasión tuvimos que dar la vuelta porque parecía una temeridad seguir por ahí sin la compañía de un sherpa; pero fuimos incapaces de encontrar la carretera. Lo que sí encontramos fue varios valles con bosques de abetos muy frondosos a los lados, y como íbamos por carreteras secundarias apenas había tráfico que nos estropease el paisaje. Me gustaron bastante más las vistas de la vuelta que las de la ida.

Cuando ya no contábamos con encontrar nada que nos interesase más que el tiempo que nos quedaba para llegar a casa, vimos a lo lejos un pueblo no muy grande con una cúpula inmensa en medio. Aunque se empezaba a hacer tarde nos acercamos hasta allí para averiguar qué era aquello, y resultó ser, con diferencia, lo que más nos gustó de todo el viaje. Callejeamos un poco por el pueblo, St. Blasien, y no tardamos mucho en encontrar la cúpula, que resultó ser la de la iglesia de la Abadía de St. Blasien.

Por delante de la abadía pasa un río, y entre el río y la abadía hay una plaza muy sencilla que hace que el entorno sea bastante bonito. En medio de la plaza habían montado para algún evento unas gradas que tapaban parte de la fachada de la iglesia, y aunque estas gradas estropeaban un poco el conjunto, lo que podíamos ver no dejaba de ser impresionante.

Lestrat se acercó a la iglesia y entró a curiosear por una puerta lateral mientras los demás nos quedamos fuera, y a los pocos segundos salió con una cara de entusiasmo que solo nos explicábamos si dentro se hubiese encontrado con una exposición de Aston Martin. Nos hizo entrar casi a la fuerza, fuera lo que fuese lo que le había entusiasmado tanto ahí dentro debía de ser digno de ver; y vaya si lo era.

Casi la totalidad de la iglesia la ocupa una sala diáfana completamente blanca, el único colorido que tiene es el de unos frescos que hay en la cúpula, que es inmensa —tiene 46 metros de diámetro y en su momento fue la más grande del mundo—. No entiendo cómo es posible que en un sitio así pudiésemos estar prácticamente solos en vez de estar entre hordas de turistas dando codazos para avanzar, pero me alegro de haber podido disfrutarlo así.

Cuando pudimos recoger toda la baba que se nos había caído, salimos y estuvimos un rato disfrutando de la vista de la iglesia desde fuera y del entorno hasta que, con cierta pena, tuvimos que irnos porque se nos hacía demasiado tarde.

No tardamos mucho en llegar a la frontera, que seguía sin policías a la vista, y aproximadamente 1 hora después llegamos a Zug sin más sorpresas.

Me gustó la visita a la Selva Negra. Ni los pueblos, ni la cantidad de turistas ni la propia selva son lo que había imaginado, en general todo fue bastante diferente a lo que me esperaba; pero eso no es necesariamente malo, y de hecho algo tan inesperado como la Abadía de St. Blasien es mi mejor y mayor recuerdo, creo que va a pasar mucho tiempo antes de que algo me vuelva a impresionar tanto.

Deja un comentario